Vladimir Amaya
Cuando los planetas estallaron sobre mi planeta,
preferí el olvido porque me aburrió ser valiente.
Acepté los días en mi plato y terminé de ser hombre.
Vi mi rostro en las manos de quienes me habían soñado amigo, hermano, amante,
pero nunca reconocieron mi dolor en la tierra de sus uñas.
Estaba harto de la muerte,
y por aquellos días
en todas partes era el fin de los tiempos:
se desprendían los maniquíes de los escaparates,
la vida era un derrumbe.
Yo había nacido para aprender de las esperas,
pero no supe más de lo que el silencio quiso darme
y no tuve más de lo que la esperanza quiso decirme.
Se había desatado el cataclismo en las metrópolis,
y estaba cansado de mis pedazos en el suelo;
estaba sucio de incendios y de estallidos.
Había nacido para ver la vida extinguirse en sus colores,
para no preguntar más allá de la estatura de mis sueños.
Eran esos días
cuando un viento extraño empujaba lo amado
hacia las hogueras.
Era la hora final del universo
y mis amigos, mis hermanos, mis amantes,
se negaban entre sí y se arrancaban los brazos.
Yo estaba parado sobre sus lágrimas,
parado sobre sus lágrimas
y el mundo se hundía.
Yo había nacido para no verme nacer,
y reí toda la noche del fin del mundo.
Reí y nadie escuchó en mi carcajada los pasos de la angustia.
Nadie entendió los platos rotos que traía
desde un recuerdo ya futuro,
desde un pasado convertido en sueño.
Los hombres vendían en las plazas camisas alusivas
al desastre.
Y yo había nacido para estar junto a roedores disecados
y rodeado por mi orina.
Era la catástrofe solar y muchos hacían el amor
en inmensos ceniceros de alabastro.
Muchos hacían el amor para salvarse o perderse definitivamente.
Era la hecatombe
y yo había nacido para aprender de las esperas,
para amar todo aquello que lo obsceno
se atreviera a mostrarme,
para limpiar las rocas que yo mismo
ensuciaría con restos de piel quemada,
al ver los planetas estallar sobre mi planeta.
EL LLANTO
San Salvador nos ha estallado en la cara.
Desde sus oscuros flancos: la presión, el mareo;
el consumirse en sus diabólicas pipas de buenas y estúpidas intenciones.
Ah, San Salvador, prostituta sin tiempo
en el tiempo del martirio.
Ciudad homicida sin rostro.
San Salvador con nuestra cara en el rostro de todos sus muertos.
Corazón hubiera sido mi ciudad.
Claro que corazón hubiera sido,
y no el ano empalado de ángeles y niños
que es ahora en cada poema, en cada pintura
sin leyenda propia.
Destazados,
violados,
gritando vamos en esta legión de llagas sucias,
porque nadie se atreve a soñar más allá de sus ojos cerrados.
San Salvador,
terruño maldito que no se cansó de amanecer sin mañanas.
¿Lo reconoces?
Eyaculación en la locura: San Salvador catedral de putas.
Y ojalá fueran sus alamedas este dolor que escupimos,
y no el recuerdo de la madre que nos llevó por estas calles:
de la iglesia, a la casa; de la casa a la escuela,
de la escuela hasta los parques;
ojalá fueran sus muros derruidos los fundadores de esta cólera en la tristeza
y no el aroma de la novia en cada semáforo, en cada paso a desnivel
de su cartografía mal elaborada.
Ojalá fueran sus veredas.
Ojalá fueran sus paredes orinadas por los gatos más viejos del vecindario,
y no las sombras de esos amigos
que aúllan en los panteones sus últimas banderas.
San Salvador nos ha estallado en la cara.
Y en sus callejones, desde sus oscuros flancos,
somos como el pájaro de sombra decapitada tirado en la basura.
Ciudad que nos tiene con los vidrios de nuestros sueños enterrados en la lengua.
¿La reconoces?
Descamisados, sin nombres, su gente.
Extraños y brutales crecen sus hijos ahora:
tirando la garra, posteando los alrededores,
negociando la feria, rifando el barrio;
mirando estrellas desde una zanja
antes
de la última palada que les otorgue la tierra.
¿Te reconoces?
San Salvador: nuestros días para morir en tiempo extra,
junto a los estadios abarrotados de algarabía y proezas;
Ciudad:
sabor a filazo y turbia hemorragia;
cadáver tumultoso
en el primer asiento del autobús.
San Salvador termina aquí:
donde comienza el llanto.
EL PÁJARO INVISIBLE
a Claudia Fernández
Amas a este pájaro ensangrentado.
Pájaro común sin canto propio.
Cuanto más lo ames
te exigirá más a tus muertos.
Te los pedirá en bolsas
y en recuerdos ajados entre rollos de hilos.
En mi ventana se ha despertado
con sus ojos de aguacero.
Lo conozco
y es mi dolor más fiero,
y mi vergüenza que arde en las noches sin ceniza.
Pero tú amas a este pájaro ensangrentado,
pájaro común sin canto abierto,
desplumado de sueños
y cena de la miseria.
Amas su altura pero no tiene vuelo.
Lo conozco
y perdió su leyenda,
y dejó robarse su propia historia.
Pero lo amas
y en el beso distante
no termina su abrazo.
Tienes fe que este pájaro
sea la esperanza un día.
Lo amas pese a que su cárcel sea el cielo.
Y le ofreces el corazón ignorando preceptos y fronteras.
Lo haces porque alguna vez tendrá de nuevo memoria
y su primer amanecer será de todos.
Por eso el pájaro invisible
huye de la jaula,
se resiste a morir en el ojo de la hondilla
y siempre
anida en tus poemas.
Vladimir Amaya (San Salvador, El Salvador, 1985). Es profesor de Educación Media. Poemarios publicados: Los ángeles anémicos (2010), Agua inhóspita (2010), La ceremonia de estar solo (2013), El entierro de todas las novias (2013), Tufo (2014), Fin de Hombre (2016), La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas (2015), Este quemarse de sangres entre lágrimas y excrementos (2017) y Sentado al revés (2019).