Fernando Vérkell
He llegado al pie de la montaña. Hay dos robles que sostienen el púrpura del amanecer y lo arrullan.
Mi caballo detiene su paso. Ya nos hemos despedido a lo largo de la gruta del demonio: desde ahí me apeé y le di la libertad, pero ha venido acompañándome y, ahora, que es hora de decirnos adiós, se voltea y emprende el viaje de regreso a Toba. El bonzo Yakamochi me lo obsequió, pero lo envié de vuelta, con una nota de agradecimiento.
Los poetas del templo calcularon que encontraría el árbol enjaulado después de tres o cuatro horas.
«Debes fijarte bien», me dijo Takadate, «el sendero desaparece y es el peregrino quien lo construye; si no abres bien los ojos, no verás el fulgor de la jaula».
No llevo más que una alforja y en ella la antología clásica de Kokinshu, un pedazo de pan, algunas uvas y la cantimplora, que desentona con la quietud del lugar.
El árbol enjaulado es sagrado: si lo tocas mueres, pero si ves su copa entre los barrotes, tu corazón se abre a tu verdadera naturaleza y descubres el rostro anterior a tu nacimiento. La jaula que lo aprisiona crece con él, y el sacerdote Nohjo se llevó la llave; el árbol jamás será libre.
Quiero verlo antes de morir. Es mi deseo. Lo he buscado por décadas y hasta esta mañana hallé la montaña sagrada. No sé cuántos días más estaré vivo: Sakimoshi no supo o no quiso revelarme la fecha de mi muerte.
Han pasado tantos años desde la noche aquella, que he olvidado su nombre. Solo recuerdo su voz y su mirada y la forma en que me amaba alrededor de la fogata. Recuerdo susurrar su nombre en las madrugadas y arroparla al atardecer. Soy viejo y la perdí demasiado pronto. Olvidé su nombre, y esa es mi condena.
Mi deseo ante el árbol enjaulado es recordarlo. Gritarlo antes de morir y pedir a mis dioses familiares que me permitan cuidarla, si aún vive, o verla en los campos de Fugi, si ya ha muerto.
Mis pisadas son silenciosas. Mis pies avanzan con lentitud entre las hojas. Aquí el forastero se siente un roble más, o tal vez un loto, porque este es un monte santo, un cementerio. La lluvia recorre los vericuetos del camino: ya ha empezado a penetrar el follaje. Tengo poco tiempo. Cuando anochezca, no podré ver el sendero.
Me siento sobre una roca casi oblicua y preparo mi cena, quizá la última. Las uvas fueron cultivadas por los monjes y saben al Buda. El pan me fue dado por los señores y sabe al día.
El agua que recogí en Haguro sabe a la que bebió Maitreya. Los poemas del libro son secretos y los aprendí en todos mis viajes. Hay uno que no he querido leer, porque me han dicho que niega la existencia del árbol enjaulado.
Continúo avanzando a través de la montaña. Ya no llevo nada. He dejado una a una mis pertenencias en la montaña, de manera que el próximo peregrino pueda saber que estuve aquí, aunque desconocerá mi nombre; yo mismo lo he olvidado, pero dicen que fue famoso.
No importa. El único nombre que busco es el suyo. Es el poema que jamás nadie escribió, el satori que Udo-san no descifró, los rezos que nadie ha logrado comprender.
Ese nombre, la verdadera naturaleza, el amor. Me descalzo. Algo en mí se sobrecoge. Las hojas empiezan a moverse, lentamente, ya no es la lluvia, es el sendero.
Cierro los ojos, entiendo lo que me fue dicho: es el peregrino quien lo construye. Serán mis pies, no mis ojos, quienes me lleven.
Entonces empiezo a recordar. Hay una choza y en el centro un fuego santo. Estamos ella y yo, y somos lumbre, somos todos los lotos sagrados, somos no-dos. Sigo avanzando y, en el momento justo, abro los ojos y lo veo. El árbol enjaulado y su tristeza, sus ramas, que ningún pájaro tocó, y los frutos que nadie ha disfrutado, tantos otoños y tantas hojas sueltas, tanto rocío y tanto óxido en su jaula. ¿Quién ha sido el dios cruel que te condenó a reinar así?, le grito.
Déjame poner mis dedos en tus raíces, árbol de luz, árbol de muerte-vida, árbol lleno de frutos y barrotes.
Antes de morir, siente en sus dedos de poeta las millones de estrellas nuevas que el árbol ha visto y empieza a florecer de adentro hacia afuera; en sus pies, otrora móviles, comienzan los caminos del mar a hacerle cosquillas, ya no uñas sino raíces, ya no cabellos, sino ramas, ya no corazón sino fruto.
Sus huesos son los nuevos barrotes. Nohjo nunca se llevó la llave: la llave es el roce del próximo peregrino, y el deseo de conocer el nombre sacro, las seis letras sagradas, el camino de regreso, se ha cumplido.
El árbol soy yo. Antes de convertirse en el árbol enjaulado de esta época, el poeta recordó su poema, que los hombres aún recitan hoy:
El nombre es leve:
viento entre pinos, tréboles,
viento entre juncos.[1]
[1] Matsuo Basho, citado por Alfred Embid, Introducción al budismo zen (1974).
Fernando Vérkell, (Ciudad de Guatemala, 1989), ha publicado textos narrativos en diferentes revistas hispanoamericanas. En 2018, la editorial salvadoreña Índole Editores incluyó dos microrrelatos suyos en la antología Tierra Breve. En 2019, Tujaal Ediciones publicó El sendero del árbol enjaulado. Su primera novela, Káplan, será publicada en 2020 por el sello editorial Loqueleo.