Una mirada poética del mundo: «Tiricia», de Claudia Fernández

Portada_TiriciaAsmara Gay

 

Un buen poema empieza con deleite y termina en sabiduría.

Robert Frost

Nada es tan difícil de definir dentro del arte literario como la poesía. No sólo porque se relaciona con lo que se entiende de manera genérica por literatura, que suele comprenderse como el arte de la expresión verbal, sino porque definir todo lo que conlleva la poesía requiere de un esfuerzo majestuoso, tal como lo hizo el filósofo alemán Johannes Pfeiffer en su estudio La poesía de 1936. De la mano de los aspectos técnicos que requiere la poesía para ser nombrada como tal (métrica, ritmo, cuestiones de versificación en general), camina la expresión del pensamiento, la búsqueda filosófica, la manifestación de sentimientos y emociones, el tono del alma del poeta y la creatividad; es decir, tratar de mostrar lo humano a través de una forma poética y que al mismo tiempo convulsione el alma de quien recibe el texto literario.

   Desde mi punto de vista, esto es lo que se manifiesta en el poemario Tiricia, de la autora mexicana Claudia Fernández, publicado en febrero de este año bajo el sello Plétora Editorial. Como queda expresado aquí, esta es la mayor virtud de esta plaquette que, a través del trabajo con la palabra, conmueve al lector. Rasgo nada fácil de la poesía, sobre todo cuando el desenfrenado mundo capitalista editorial que acoge esta época busca la expresión de lo cotidiano, la ruptura sin sentido y sin idea del arte literario, el escándalo en el desarrollo del tema como arpón para atrapar al lector, la pluma fácil llena de lugares comunes —que permita una comprensión sin mucho esfuerzo por parte de quien lee—, la imitación literaria de lo que más vende y, con base en esto, en lo que toca a la poesía, la indiferencia de si lo que se escribe y publica proyecta una experiencia íntima.

   Esta parálisis en el arte literario, específicamente en la poesía, por fortuna es combatida por algunas editoriales independientes y por los mismos poetas que se oponen a ser una cifra más dentro del consumismo poético. La voz de Claudia Fernández, en Tiricia, es auténtica, en el sentido de que no trata de imitar lo que hay por todos lados en cuanto a la poesía se refiere, sino que nos entrega su propia contemplación del mundo hecha poesía. Parte de una idea concreta, como lo es el concepto de tiricia —que puede entenderse (no exclusivamente, sobre todo en el contexto mexicano) como una profunda tristeza o depresión causada por un susto, una muina o la pérdida de un ser querido y cuyo tratamiento consiste en baños y la ingesta de tés, hierbas y plantas medicinales con el fin de curar este mal— para darle unidad a los poemas que integran esta publicación.

   Conformada por treinta poemas, Tiricia muestra la profunda tristeza que habita en el hombre por lo ya mencionado, pero al mismo tiempo amplía el concepto de tiricia al afirmar que ésta también puede contraerse de muy diversos modos: por la incertidumbre, un miedo arrasador, la desilusión por algún incidente o por la contemplación de la decepcionante realidad que nos circunda y que nos desprende de lo humano para volvernos una cifra más dentro de este lógico orden social que no nos pertenece, que es impuesto, y que nos envuelve en un ser que camina, piensa y vive poco, y muere como máquina. Asimismo, la tiricia, expone el poemario, puede sanar por medio del ejercicio de la palabra, del reconocerse en el yo lírico que padece la tiricia y que, a paso a paso, línea a línea, se irá convenciendo de que este mal aminora, pues nunca desaparece, porque la tiricia es íntima humanidad que nos contiene y el intento de eliminación sólo abriría una herida mayor en el alma del sufriente. Aceptar y adaptarse, la armonía de contrarios, como vive en el haiku japonés, habita también en Tiricia, como lo refiere, bajo otras ideas, el prologuista del libro Jorge Asbun Bojalil.

    En diálogo con el haiku, la plaquette no abre con una bienvenida, sino con el poema “Punto final”, para dar un cambio en su propia recepción de la tiricia que alberga a la poeta:

 

PUNTO FINAL

Cuando nos llame la muerte

escucharemos el fino silencio,

la angustia de la mudez.

 

  Con ese fino silencio, asombro y angustia ante la muerte, es que debemos seguir la lectura de los poemas, un silencio basado en la contemplación misma de la muerte, nuestra propia muerte y la muerte de la manera en que recibimos la tiricia cuando llega: poner punto final a la pesadumbre; aunque no es fácil, sobre todo cuando la tiricia nos ha acompañado por mucho tiempo y nuestra alma está acostumbrada al sobrecogimiento.

     En estrecha relación con este inicio de “Punto final”, hallamos como último poema una “Bienvenida”, que funciona como un nuevo encuentro con la tiricia, encuentro que ya no aflige, porque el yo lírico a lo largo del texto se ha transformado y sabe que siempre estará allí, acompañando al hombre, y ya no para extinguirlo, como solía hacerlo, más bien para completarlo:

 

BIENVENIDA

Me reencontré con el dolor

entre el hedor de las calles

y el llanto de los niños desconocidos.

Lo hallé como objeto olvidado

bajo el polvo,

cubierto con máscara de soberbia.

Reconocí mi dolor en una foto de mi padre

donde la soledad se le escurría por las cejas.

Lo reconocí en mis entrañas marchitas,

donde las lágrimas esperan mi último derrumbe.

Reconocí el alarido oculto en mis ojos,

en mi barbilla.

Reconocí en su foto los mismos ojos, mis ojos.

 

Lo reconocí en estas palabras,

en la risa del verano, las hormigas y las chicharras.

Ahora lo sé;

lo único que me queda es el apellido.

           La contemplación, impresa en el tono de cada poema —la mayoría escrita en verso libre y con algunos elementos derivados de las vanguardias (pocos) como el blanco activo, el diálogo intrapoético, la visualización espacial de los versos que salen del cuerpo estrófico—, remite a un estado de tranquilidad del alma, a un estado de paz y silencio, de reposo, que acalla la honda tristeza del que sufre tiricia, semejante a la melancolía de los poetas románticos, pero la solución no es el suicidio (y tampoco las hierbas medicinales), sino el trabajo con la palabra y con el pensamiento que da forma a la poesía, para hallarse, encontrarse, en este mundo. Dice la autora:

 

RETÓRICA DE LA HUMILDAD

Hoy es un buen día para suicidarse.

Una foto más en la sala,

Otro muerto en el altar.

De esta casa amarilla

brotan lágrimas y flores;

el dolor nos acaricia al subir las escaleras.

Hoy es un buen día para suicidarse, digo,

aunque he olvidado cómo morir.

Me he quedado sola en casa;

  avergonzada miro

    las flores de la terraza.

 

    Una bienvenida a la vida con todas sus circunstancias, eso es Tiricia, primer poemario de la escritora mexicana, nacida en Toluca en el año 1987, Claudia Fernández, y también es una importante apuesta literaria que coloca a la poesía dentro de un marco semejante a la concebida por el poeta estadounidense, de la generación beat, Gregory Corso, quien aseguraba: “Yo soy la sustancia de mi poesía. Quien honre a la poesía me honra a mí. Quien me maldiga maldice a la poesía. Soy la poesía que escribo”. Hagamos, pues, una pausa en la rutina que nos absorbe, y entremos en el universo poético de Claudia Fernández, antes de que el sinsentido del mundo capitalista nos engulla completamente, aprisa, como lo ha hecho con todo lo que hay en a su paso en las últimas décadas.

 

Asmara Gay. Escritora, crítica literaria, traductora y profesora de literatura. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM y Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm. Autora de El ensayo. Fundamentos y ejercicios (FUNDAp, 2018), Elena se mira en el espejo (Destiempos, 2011) y coautora de varios libros, entre ellos: Homenaje a García Ponce (IVEC/Conaculta, 2015), La seducción del texto (UNAM/IIFL, 2018), Resonancias (BUAP, 2019) y Ferialuz. Antología lúdica (BUAP, en prensa). Tradujo Tom Sawyer (2017), de Mark Twain, y parte de la novela Yo, el gato (2018), de Natsume Soseki, para la editorial Mirlo. Prologó El extranjero, de Albert Camus, Las olas, de Virginia Woolf, El paraíso perdido, de John Milton, y El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux, para Editores Mexicanos Unidos. Fue editora de la revista El Comité 1973 y coordinadora de cuento y ensayo para la revista Nocturnario. Ha colaborado en diversos medios de publicación y obtenido algunos reconocimientos literarios. En el año 2018, la Fundación César Egido Serrano y el Museo de la Palabra le dieron el nombramiento de Embajador del idioma español.

 

 


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